Mensaje de Benedicto XVI para la celebración de la Jornada Mundial
de la Paz
(1 de enero de 2012)
1. El comienzo de un Año nuevo, don de Dios a la humanidad, es una
invitación a desear a todos, con mucha confianza y afecto, que este tiempo
que tenemos por delante esté marcado por la justicia y la paz.
¿Con qué actitud debemos
mirar el nuevo año? En el salmo 130 encontramos una imagen muy bella. El
salmista dice que el hombre de fe aguarda al Señor «más que el centinela la
aurora» (v. 6), lo aguarda con una sólida esperanza, porque sabe que traerá
luz, misericordia, salvación. Esta espera nace de la experiencia del pueblo
elegido, el cual reconoce que Dios lo ha educado para mirar el mundo en su
verdad y a no dejarse abatir por las tribulaciones. Os invito a abrir el
año 2012 con dicha actitud de confianza. Es verdad que en el año que
termina ha aumentado el sentimiento de frustración por la crisis que agobia
a la sociedad, al mundo del trabajo y la economía; una crisis cuyas raíces
son sobre todo culturales y antropológicas. Parece como si un manto de oscuridad
hubiera descendido sobre nuestro tiempo y no dejara ver con claridad la luz
del día.
En esta oscuridad, sin
embargo, el corazón del hombre no cesa de esperar la aurora de la que habla
el salmista. Se percibe de manera especialmente viva y visible en los
jóvenes, y por esa razón me dirijo a ellos teniendo en cuenta la aportación
que pueden y deben ofrecer a la sociedad. Así pues, quisiera presentar el
Mensaje para la XLV Jornada Mundial de la Paz en una perspectiva educativa:
«Educar a los jóvenes en la
justicia y la paz», convencidos de que ellos,
con su entusiasmo y su impulso hacia los ideales, pueden ofrecer al mundo
una nueva esperanza.
Mi mensaje se dirige también
a los padres, las familias y a todos los estamentos educativos y
formativos, así como a los responsables en los distintos ámbitos de la vida
religiosa, social, política, económica, cultural y de la comunicación.
Prestar atención al mundo juvenil, saber escucharlo y valorarlo, no es sólo
una oportunidad, sino un deber primario de toda la sociedad, para la
construcción de un futuro de justicia y de paz.
Se ha de transmitir a los
jóvenes el aprecio por el valor positivo de la vida, suscitando en ellos el
deseo de gastarla al servicio del bien. Éste es un deber en el que todos
estamos comprometidos en primera persona.
Las preocupaciones
manifestadas en estos últimos tiempos por muchos jóvenes en diversas
regiones del mundo expresan el deseo de mirar con fundada esperanza el
futuro. En la actualidad, muchos son los aspectos que les preocupan: el
deseo de recibir una formación que los prepare con más profundidad a
afrontar la realidad, la dificultad de formar una familia y encontrar un
puesto estable de trabajo, la capacidad efectiva de contribuir al mundo de
la política, de la cultura y de la economía, para edificar una sociedad con
un rostro más humano y solidario.
Es importante que estos
fermentos, y el impulso idealista que contienen, encuentren la justa
atención en todos los sectores de la sociedad. La Iglesia mira a los
jóvenes con esperanza, confía en ellos y los anima a buscar la verdad, a
defender el bien común, a tener una perspectiva abierta sobre el mundo y
ojos capaces de ver «cosas nuevas» (Is 42,9; 48,6).
Los
responsables de la educación
2. La educación es la aventura más fascinante y difícil de la vida.
Educar –que viene de educere en latín– significa conducir fuera de sí mismos para introducirlos en
la realidad, hacia una plenitud que hacer crecer a la persona. Ese proceso
se nutre del encuentro de dos libertades, la del adulto y la del joven.
Requiere la responsabilidad del discípulo, que ha de estar abierto a
dejarse guiar al conocimiento de la realidad, y la del educador, que debe
de estar dispuesto a darse a sí mismo. Por eso, los testigos auténticos, y
no simples dispensadores de reglas o informaciones, son más necesarios que
nunca; testigos que sepan ver más lejos que los demás, porque su vida
abarca espacios más amplios. El testigo es el primero en vivir el camino
que propone.
¿Cuáles son los lugares donde
madura una verdadera educación en la paz y en la justicia? Ante todo la
familia, puesto que los padres son los primeros educadores. La familia es
la célula originaria de la sociedad. «En la familia es donde los hijos
aprenden los valores humanos y cristianos que permiten una convivencia
constructiva y pacífica. En la familia es donde se aprende la solidaridad
entre las generaciones, el respeto de las reglas, el perdón y la acogida
del otro»[1][1].Ella es la primera escuela donde se recibe educación para la justicia
y la paz.
Vivimos en un mundo en el que
la familia, y también la misma vida, se ven constantemente amenazadas y, a
veces, destrozadas. Unas condiciones de trabajo a menudo poco conciliables
con las responsabilidades familiares, la preocupación por el futuro, los
ritmos de vida frenéticos, la emigración en busca de un sustento adecuado,
cuando no de la simple supervivencia, acaban por hacer difícil la posibilidad
de asegurar a los hijos uno de los bienes más preciosos: la presencia de
los padres; una presencia que les permita cada vez más compartir el camino
con ellos, para poder transmitirles esa experiencia y cúmulo de certezas
que se adquieren con los años, y que sólo se pueden comunicar pasando
juntos el tiempo. Deseo decir a los padres que no se desanimen. Que
exhorten con el ejemplo de su vida a los hijos a que pongan la esperanza
ante todo en Dios, el único del que mana justicia y paz auténtica.
Quisiera dirigirme también a
los responsables de las instituciones dedicadas a la educación: que vigilen
con gran sentido de responsabilidad para que se respete y valore en toda
circunstancia la dignidad de cada persona. Que se preocupen de que cada
joven pueda descubrir la propia vocación, acompañándolo mientras hace
fructificar los dones que el Señor le ha concedido. Que aseguren a las
familias que sus hijos puedan tener un camino formativo que no contraste
con su conciencia y principios religiosos.
Que todo ambiente educativo
sea un lugar de apertura al otro y a lo transcendente; lugar de diálogo, de
cohesión y de escucha, en el que el joven se sienta valorado en sus propias
potencialidades y riqueza interior, y aprenda a apreciar a los hermanos.
Que enseñe a gustar la alegría que brota de vivir día a día la caridad y la
compasión por el prójimo, y de participar activamente en la construcción de
una sociedad más humana y fraterna.
Me dirijo también a los
responsables políticos, pidiéndoles que ayuden concretamente a las familias
e instituciones educativas a ejercer su derecho deber de educar. Nunca debe
faltar una ayuda adecuada a la maternidad y a la paternidad. Que se
esfuercen para que a nadie se le niegue el derecho a la instrucción y las
familias puedan elegir libremente las estructuras educativas que consideren
más idóneas para el bien de sus hijos. Que trabajen para favorecer el
reagrupamiento de las familias divididas por la necesidad de encontrar
medios de subsistencia. Ofrezcan a los jóvenes una imagen límpida de la
política, como verdadero servicio al bien de todos.
No puedo dejar de hacer un
llamamiento, además, al mundo de los medios, para que den su aportación
educativa. En la sociedad actual, los medios de comunicación de masa tienen
un papel particular: no sólo informan, sino que también forman el espíritu
de sus destinatarios y, por tanto, pueden dar una aportación notable a la
educación de los jóvenes. Es importante tener presente que los lazos entre
educación y comunicación son muy estrechos: en efecto, la educación se
produce mediante la comunicación, que influye positiva o negativamente en
la formación de la persona.
También los jóvenes han de
tener el valor de vivir ante todo ellos mismos lo que piden a quienes están
en su entorno. Les corresponde una gran responsabilidad: que tengan la
fuerza de usar bien y conscientemente la libertad. También ellos son
responsables de la propia educación y formación en la justicia y la paz.
Educar
en la verdad y en la libertad
3. San Agustín se preguntaba: «Quid enim fortius desiderat anima quam veritatem? - ¿Ama algo el alma con más ardor que la verdad?»[2][2]. El rostro humano de una sociedad depende mucho de la contribución de
la educación a mantener viva esa cuestión insoslayable. En efecto, la
educación persigue la formación integral de la persona, incluida la
dimensión moral y espiritual del ser, con vistas a su fin último y al bien
de la sociedad de la que es miembro. Por eso, para educar en la verdad es
necesario saber sobre todo quién es la persona humana, conocer su
naturaleza. Contemplando la realidad que lo rodea, el salmista reflexiona:
«Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que
has creado. ¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano,
para que de él te cuides?» (Sal 8,4-5). Ésta es la cuestión fundamental que hay que plantearse: ¿Quién es el hombre? El hombre es un ser que
alberga en su corazón una sed de infinito, una sed de verdad –no parcial,
sino capaz de explicar el sentido de la vida– porque ha sido creado a
imagen y semejanza de Dios. Así pues, reconocer con gratitud la vida como
un don inestimable lleva a descubrir la propia dignidad profunda y la
inviolabilidad de toda persona. Por eso, la primera educación consiste en
aprender a reconocer en el hombre la imagen del Creador y, por
consiguiente, a tener un profundo respeto por cada ser humano y ayudar a
los otros a llevar una vida conforme a esta altísima dignidad. Nunca
podemos olvidar que «el auténtico desarrollo del hombre se refiere a la
totalidad de la persona en todas sus dimensiones»[3][3], incluida la trascendente, y que no se puede sacrificar a la persona
para obtener un bien particular, ya sea económico o social, individual o
colectivo.
Sólo en la relación con Dios
comprende también el hombre el significado de la propia libertad. Y es
cometido de la educación el formar en la auténtica libertad. Ésta no es la
ausencia de vínculos o el dominio del libre albedrío, no es el absolutismo
del yo. El hombre que cree ser absoluto, no depender de nada ni de nadie,
que puede hacer todo lo que se le antoja, termina por contradecir la verdad
del propio ser, perdiendo su libertad. Por el contrario, el hombre es un
ser relacional, que vive en relación con los otros y, sobre todo, con Dios.
La auténtica libertad nunca se puede alcanzar alejándose de Él.
La libertad es un valor
precioso, pero delicado; se la puede entender y usar mal. «En la
actualidad, un obstáculo particularmente insidioso para la obra educativa
es la masiva presencia, en nuestra sociedad y cultura, del relativismo que,
al no reconocer nada como definitivo, deja como última medida sólo el
propio yo con sus caprichos; y, bajo la apariencia de la libertad, se
transforma para cada uno en una prisión, porque separa al uno del otro,
dejando a cada uno encerrado dentro de su propio “yo”. Por consiguiente,
dentro de ese horizonte relativista no es posible una auténtica educación,
pues sin la luz de la verdad, antes o después, toda persona queda condenada
a dudar de la bondad de su misma vida y de las relaciones que la
constituyen, de la validez de su esfuerzo por construir con los demás algo
en común»[4][4].
Para ejercer su libertad, el
hombre debe superar por tanto el horizonte del relativismo y conocer la
verdad sobre sí mismo y sobre el bien y el mal. En lo más íntimo de la
conciencia el hombre descubre una ley que él no se da a sí mismo, sino a la
que debe obedecer y cuya voz lo llama a amar, a hacer el bien y huir del
mal, a asumir la responsabilidad del bien que ha hecho y del mal que ha
cometido[5][5].Por eso, el ejercicio de la libertad está íntimamente relacionado con
la ley moral natural, que tiene un carácter universal, expresa la dignidad
de toda persona, sienta la base de sus derechos y deberes fundamentales, y,
por tanto, en último análisis, de la convivencia justa y pacífica entre las
personas.
El uso recto de la libertad
es, pues, central en la promoción de la justicia y la paz, que requieren el
respeto hacia uno mismo y hacia el otro, aunque se distancie de la propia
forma de ser y vivir. De esa actitud brotan los elementos sin los cuales la
paz y la justicia se quedan en palabras sin contenido: la confianza
recíproca, la capacidad de entablar un diálogo constructivo, la posibilidad
del perdón, que tantas veces se quisiera obtener pero que cuesta conceder,
la caridad recíproca, la compasión hacia los más débiles, así como la
disponibilidad para el sacrificio.
EDUCAR EN LA JUSTICIA
4. En nuestro mundo, en el que el valor de la persona, de su dignidad y
de sus derechos, más allá de las declaraciones de intenciones, está
seriamente amenazo por la extendida tendencia a recurrir exclusivamente a
los criterios de utilidad, del beneficio y del tener, es importante no
separar el concepto de justicia de sus raíces transcendentes. La justicia,
en efecto, no es una simple convención humana, ya que lo que es justo no
está determinado originariamente por la ley positiva, sino por la identidad
profunda del ser humano. La visión integral del hombre es lo que permite no
caer en una concepción contractualista de la justicia y abrir también para
ella el horizonte de la solidaridad y del amor[6][6].
No podemos ignorar que
ciertas corrientes de la cultura moderna, sostenida por principios
económicos racionalistas e individualistas, han sustraído al concepto de
justicia sus raíces transcendentes, separándolo de la caridad y la
solidaridad: «La “ciudad del hombre” no se promueve sólo con relaciones de
derechos y deberes sino, antes y más aún, con relaciones de gratuidad, de
misericordia y de comunión. La caridad manifiesta siempre el amor de Dios
también en las relaciones humanas, otorgando valor teologal y salvífico a
todo compromiso por la justicia en el mundo»[7][7].
«Bienaventurados los que
tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados» (Mt 5,6). Serán saciados porque tienen hambre y sed de relaciones rectas
con Dios, consigo mismos, con sus hermanos y hermanas, y con toda la
creación.
Educar
en la paz
5. «La paz no es sólo ausencia de guerra y no se limita a asegurar el
equilibrio de fuerzas adversas. La paz no puede alcanzarse en la tierra sin
la salvaguardia de los bienes de las personas, la libre comunicación entre
los seres humanos, el respeto de la dignidad de las personas y de los
pueblos, la práctica asidua de la fraternidad»[8][8].La paz es fruto de la justicia y efecto de la caridad. Y es ante todo
don de Dios. Los cristianos creemos que Cristo es nuestra verdadera paz: en
Él, en su cruz, Dios ha reconciliado consigo al mundo y ha destruido las
barreras que nos separaban a unos de otros (cf. Ef 2,14-18); en Él, hay una única familia reconciliada en el amor.
Pero la paz no es sólo un don
que se recibe, sino también una obra que se ha de construir. Para ser
verdaderamente constructores de la paz, debemos ser educados en la
compasión, la solidaridad, la colaboración, la fraternidad; hemos de ser
activos dentro de las comunidades y atentos a despertar las consciencias
sobre las cuestiones nacionales e internacionales, así como sobre la
importancia de buscar modos adecuados de redistribución de la riqueza, de
promoción del crecimiento, de la cooperación al desarrollo y de la
resolución de los conflictos. «Bienaventurados los que trabajan por la paz,
porque ellos serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9).
La paz para todos nace de la
justicia de cada uno y ninguno puede eludir este compromiso esencial de
promover la justicia, según las propias competencias y responsabilidades.
Invito de modo particular a los jóvenes, que mantienen siempre viva la
tensión hacia los ideales, a tener la paciencia y constancia de buscar la
justicia y la paz, de cultivar el gusto por lo que es justo y verdadero,
aun cuando esto pueda comportar sacrificio e ir contracorriente.
LEVANTAR LOS OJOS HACIA DIOS
6. Ante el difícil desafío que supone recorrer la vía de la justicia y de
la paz, podemos sentirnos tentados de preguntarnos como el salmista:
«Levanto mis ojos a los montes: ¿de dónde me vendrá el auxilio?» (Sal 121,1).
Deseo decir con fuerza a
todos, y particularmente a los jóvenes: «No son las ideologías las que
salvan el mundo, sino sólo dirigir la mirada al Dios viviente, que es
nuestro creador, el garante de nuestra libertad, el garante de lo que es
realmente bueno y auténtico [...], mirar a Dios, que es la medida de lo que
es justo y, al mismo tiempo, es el amor eterno.
Y ¿qué puede salvarnos sino
el amor?»[9][9]. El amor se complace en la verdad, es la fuerza que nos hace capaces
de comprometernos con la verdad, la justicia, la paz, porque todo lo
excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta (cf. 1 Co 13,1-13).
Queridos jóvenes, vosotros
sois un don precioso para la sociedad. No os dejéis vencer por el desánimo
ante a las dificultades y no os entreguéis a las falsas soluciones, que con
frecuencia se presentan como el camino más fácil para superar los
problemas. No tengáis miedo de comprometeros, de hacer frente al esfuerzo y
al sacrificio, de elegir los caminos que requieren fidelidad y constancia,
humildad y dedicación. Vivid con confianza vuestra juventud y esos
profundos deseos de felicidad, verdad, belleza y amor verdadero que
experimentáis. Vivid con intensidad esta etapa de vuestra vida tan rica y
llena de entusiasmo.
Sed conscientes de que
vosotros sois un ejemplo y estímulo para los adultos, y lo seréis cuanto
más os esforcéis por superar las injusticias y la corrupción, cuanto más
deseéis un futuro mejor y os comprometáis en construirlo. Sed conscientes
de vuestras capacidades y nunca os encerréis en vosotros mismos, sino sabed
trabajar por un futuro más luminoso para todos. Nunca estáis solos. La
Iglesia confía en vosotros, os sigue, os anima y desea ofreceros lo que
tiene de más valor: la posibilidad de levantar los ojos hacia Dios, de
encontrar a Jesucristo, Aquel que es la justicia y la paz.
A todos vosotros, hombres y
mujeres preocupados por la causa de la paz. La paz no es un bien ya logrado,
sino una meta a la que todos debemos aspirar. Miremos con mayor esperanza
al futuro, animémonos mutuamente en nuestro camino, trabajemos para dar a
nuestro mundo un rostro más humano y fraterno y sintámonos unidos en la
responsabilidad respecto a las jóvenes generaciones de hoy y del mañana,
particularmente en educarlas a ser pacíficas y artífices de paz. Consciente
de todo ello, os envío estas reflexiones y os dirijo un llamamiento: unamos
nuestras fuerzas espirituales, morales y materiales para «educar a los
jóvenes en la justicia y la paz».
Vaticano, 8 de diciembre de 2011
Benedicto XVI
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